El papel de los sacerdotes es una idea bíblica bien establecida que precede al advenimiento de la Iglesia. En el libro del Éxodo, por ejemplo, cada familia tenía su propio sacerdote, y el padre asumía el papel para su hogar. En esta antigua concepción del sacerdocio, ser sacerdote significaba principalmente ofrecer sacrificios. Tras la idolatría del becerro de oro, el sacerdocio quedó restringido a los levitas. Pero ¿sabías que la Iglesia ha restaurado este concepto amplio del sacerdocio? De hecho, ¡la Iglesia nos enseña que todos los bautizados son sacerdotes! Pero ¿cómo puede ser? No todos llevamos ropa clerical ni nos confesamos. ¿Qué significa para todos nosotros ser sacerdotes?

Al pensar en el sacerdocio, la mayoría de nosotros pensamos en el sacerdocio ordenado o ministerial. El Concilio Vaticano II explicó que los sacerdotes ministeriales enseñan y gobiernan al pueblo sacerdotal, actuando en la persona de Cristo. Además, los sacerdotes hacen presente el sacrificio eucarístico. Es decir, administran los sacramentos y, especialmente, realizan la consagración del pan y el vino en la Misa.

El sacerdocio común o bautismal no cumple la misma función. Entonces, ¿cómo es el sacerdocio común y en qué se diferencia del sacerdocio ministerial? La Lumen Gentium lo expresa así:

“Por ello todos los discípulos de Cristo, perseverando en la oración y alabando juntos a Dios, ofrézcanse a sí mismos como hostia viva, santa y grata a Dios y, y a quienes lo pidan, den testimonio por doquiera de Cristo, den también razón de la esperanza de la vida eterna que hay en ellos” (LG n.º 10).

Unas líneas más adelante, el mismo documento enseña:

“Los fieles, en cambio, en virtud de su sacerdocio regio, concurren a la ofrenda de la Eucaristía y lo ejercen en la recepción de los sacramentos, en la oración y acción de gracias, mediante el testimonio de una vida santa, en la abnegación y caridad operante” (LG n.º 10).

¿Qué significa esto en la práctica? 

Fundamentalmente, significa que hay un significado más profundo del Bautismo que debemos recuperar y compartir. Aunque solemos pensar que el Bautismo es la puerta de entrada a los sacramentos, comprender el hecho de que el Bautismo nos convierte en un sacerdocio real muestra hasta qué punto el Bautismo nos transforma y nos cambia. No es una mera iniciación, es mucho más. ¡Es una elevación a la dignidad de un sacerdocio real! Así pues, el Bautismo conlleva responsabilidades para toda la vida.

Ser bautizados o sacerdotes comunes, según el Catecismo de la Iglesia Católica y la Lumen Gentium se trata fundamentalmente de dos conceptos clave:

  1. Hacer un sacrificio de nuestras vidas, a través de la oración y la recepción de los sacramentos
  2. Vivir como testigo mediante una vida santa y una caridad activa

Si tomamos este concepto de hacer un sacrificio, y de unir nuestras vidas a Cristo a través de los sacramentos y una vida de oración, puede reorientar nuestra comprensión de toda la vida cristiana. Vistos a través de la lente de un sacerdocio común, los sacramentos no se convierten en meros acontecimientos a los que asistir, sino en oportunidades para ofrecer nuestro propio yo, nuestra propia vida. Del mismo modo que sería una visión minimalista decir que ser sacerdote significa “decir la Misa” en lugar de “ofrecerla”, también podríamos decir que sufrimos de una eclesiología minimalista si pensamos que nuestro principal deber como católicos laicos, o sacerdotes comunes, es simplemente estar en la Misa.

Más bien, como sacerdotes comunes, estamos llamados a unir nuestros propios corazones y vidas a la ofrenda del sacerdote. Debemos ver en la ofrenda del pan y del vino nuestras propias preocupaciones e inquietudes. Cualquier cosa que esté pasando en nuestras vidas, cualquier purificación que podamos necesitar, cualquier lucha que podamos estar teniendo, traemos todo esto y lo unimos espiritualmente no sólo con la ofrenda del sacerdote, sino con la ofrenda de todos los bautizados en la Iglesia. Y esta “Iglesia” se extiende no sólo a la gente sentada en nuestros bancos, sino a la Iglesia universal. Todas nuestras ofrendas se recogen juntas cuando nosotros, los sacerdotes comunes, nos unimos a los sacerdotes ministeriales.

Los ordenados, sin duda, participan en la Misa de una manera diferente, y es una diferencia de tipo, no sólo de grado. Pero los laicos, parte del sacerdocio real, necesitamos verdaderamente una conciencia más profunda del hecho de que también nosotros estamos llamados a unirnos a la ofrenda de la Eucaristía. Esta es una de las grandes verdades del Concilio Vaticano II que necesita más énfasis.

Más allá de la ofrenda del propio sacrificio espiritual, el sacerdocio común significa dar testimonio de la verdad del Evangelio mediante el testimonio de una vida santa y de una caridad activa. Recurro al perspicaz comentario de san Pablo VI en este sentido: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan… o si escuchan a los que enseñan, es porque dan testimonio” (Evangelii Nuntiandi n.º 41).

La evangelización, que el mundo necesita desesperadamente, adopta distintas formas, pero un primer paso fundamental para difundir la verdad del Evangelio es vivirla y dejar que el testimonio de nuestras vidas brille para iluminar un mundo en tinieblas. Estamos llamados, mediante nuestro Bautismo, a ser para el mundo lo que el alma es para el cuerpo.