En el Bautismo, “somos liberados del pecado y regenerados como hijos de Dios”, “llegamos a ser miembros de Cristo” y “somos incorporados a la Iglesia y hechos partícipes de su misión” (Catecismo de la Iglesia Católica, 1213). También recibimos una marca espiritual indeleble en nuestras almas, los dones del Espíritu Santo, las virtudes infusas, la gracia santificante, y Dios habita en nosotros. La Iglesia nos dice que en el bautismo somos “ungidos por el Espíritu Santo, incorporados a Cristo, que es ungido sacerdote, profeta y rey” (CIC, 1241).  

¿Qué significa para nosotros ser ungidos como partícipes de la misión de sacerdote, profeta y rey de Cristo? En números anteriores de Catholic East Texas, leíste sobre las funciones sacerdotal y profética de los laicos. Quiero centrarme en lo que significa para nosotros compartir el papel real de Cristo. 

Para comprender nuestra llamada a compartir la vocación de Cristo como rey mediante el Bautismo, primero debemos reconocer cómo define Cristo su realeza. Su papel real no hace hincapié en la dominación y el poder mundano. Más bien, Cristo gobierna con amor incondicional a toda la humanidad. Él trae la paz, la justicia y la misericordia. Y el sacrificio y el servicio son características clave.  

El papel real de Cristo 

Los profetas del Antiguo Testamento dijeron que el Mesías sería declarado rey del reino eterno de Dios (Sal 145:13). Como rey, el Mesías gobernaría con compasión y amor misericordioso (Sal 145:8-9). Sería justo y recto (Sal 72:1). Defendería a los afligidos, a los oprimidos y a los marginados (Sal 72:4, 12-14). Él “haría justicia a los oprimidos”, “daría pan a los hambrientos”, “liberaría a los cautivos”, “amaría a los honrados”, “protegería a los emigrantes”, “sustentaría al huérfano y a la viuda”, “reuniría a los deportados”, “sanaría los corazones destrozados” y “daría prosperidad a tu territorio” (Sal 146:7-9; 147:2-3, 14). 

Lo que sorprendió a muchos es que, a diferencia de algunos reyes terrenales, cuando Jesús estableció su reinado real, no ejerció el poder absoluto por sí mismo o simplemente en beneficio del rey. Como explicó el Papa Benedicto XVI, el poder de Cristo “No es el poder de los reyes y de los grandes de este mundo; es el poder divino de dar la vida eterna, de librar del mal, de vencer el dominio de la muerte. Es el poder del Amor, que sabe sacar el bien del mal, ablandar un corazón endurecido, llevar la paz al conflicto más violento, encender la esperanza en la oscuridad más densa” (Angelus, 22 de noviembre de 2009). 

Además, Cristo no instauró su reino mediante el poder militar para establecer la dominación del mundo. Más bien, Jesús instituyó su reinado y reveló que su realeza era la de un liderazgo de servicio. Jesús no vino “a ser servido, sino a servir”. Más aún, vino a entregar libremente su vida para redimir al mundo y ofrecer la salvación a todos (Mt 20:28). Cristo, nuestro Rey, tomó la cruz como trono y aceptó una corona de espinas por su amor a nosotros. Como dijo el Papa Benedicto XVI, “La cruz es el ‘trono’ desde el que manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el pecado del mundo, venció el dominio del ‘príncipe de este mundo’ e instauró definitivamente el reino de Dios” (Ángelus, 26 de noviembre de 2006). 

Por el Bautismo, somos ungidos para participar en este papel real de Cristo y, para vivirlo fielmente, debemos tener presente que estamos llamados a imitar esta realeza divina de amor crucificado. 

Nuestro papel real en este mundo 

Para vivir esta vocación, primero estamos llamados a ejercer nuestro papel real sobre nosotros mismos. Este punto no significa que debamos ser egocéntricos. Tampoco es una promoción del individualismo. Más bien, debemos prestar atención a las palabras de Pablo: “No permitan que el pecado reine en sus cuerpos mortales… sino pónganse a disposición de Dios” (Rom 6:12-13). Esta realeza de nuestra propia vida implica luchar por la santidad, vivir con Dios como centro de nuestra vida. Además, debemos cooperar con la gracia de Dios para que nuestras pasiones y emociones se ordenen correctamente, y nos liberemos de los vicios y de los apegos poco saludables a las cosas mundanas. Además, debemos gobernar nuestras vidas haciendo siempre lo que es bueno de acuerdo con la voluntad de Dios. 

El siguiente aspecto de nuestro papel real es nuestra llamada a ser líderes servidores en el mundo. Como laicos, estamos llamados a salir al mundo e imitar la realeza de servicio y sacrificio de Cristo en nuestras familias, con nuestros amigos, en nuestros lugares de trabajo, en nuestras parroquias y en nuestras comunidades. De ahí que debamos vivir con amor desinteresado y humilde servicio a los demás. Debemos poner a los demás antes que a nosotros mismos y priorizar su bienestar. Además, debemos defender la justicia y la rectitud de Dios, aliviar el sufrimiento y compartir el Evangelio del amor y la misericordia de Dios. Los líderes servidores defienden la dignidad de todos los seres humanos, promueven el bien común, sienten compasión por los pobres y marginados y defienden a los oprimidos. 

En nuestro papel real, debemos promover el reino de Cristo: su “reino de verdad y de vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz” (Lumen Gentium, 36). Tenemos “la obligación y gozamos del derecho… de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra” (CIC, 900). A imitación de Jesús, servimos a nuestros semejantes con caridad, humildad y paciencia, con la esperanza de que esto lleve a los demás a dar gloria a Cristo, nuestro Rey (LG 36). Además, los fieles laicos deben trabajar para transformar los asuntos del mundo, tratando de “ordenarlos según Dios” y de “coordinar sus fuerzas para sanear las estructuras” (LG 31, 36). 

Imitando el amor crucificado de Cristo, nuestro Rey, nos esforzamos por la conversión constante de nuestros propios corazones, rechazando el egoísmo, el orgullo y la indiferencia, y cooperamos con la gracia de Dios para transformar el mundo.